Allí se encontraba ella,
bajo ese cielo completamente oscurecido por esas nubes de un marrón idéntico al
de la tierra desolada que bañaba el tercer planeta del Sistema Solar. No había
indicios de viva por ninguna parte, como si años atrás algo hubiese azotado sin
clemencia a la Tierra
y erradicado así todo lo vital y bello que siempre la había poblado durante
eones.
Se giró sobre sus talones,
entonces algo crujió bajo sus pies. Había pisado huesos carcomidos y
amarillentos, aunque no pudo asegurar si eran de una persona o de un animal;
también crujieron algunas ramas resecas y marchitas. Aunque sus ojos empezaron
a ignorar lo que sus pisadas tocaban, el paraje que había ante sus ojos era
absorbentemente nefasto.
Restos de una gran
ciudad, que alguna vez habría sido próspera tiempo atrás, donde la ciencia y la
propia humanidad habían avanzado considerablemente a grandes zancadas. Entonces,
como una ilusión, se superpuso a ese paraje caótico el recuerdo del pasado,
edificios aún en pie, gente en su día a día, el cielo azul, la flora y la fauna...
La vida.
De pronto se llevó la
mano al pecho, como si supiese que de un momento a otro algo muy, muy doloroso
fuese a desgarrarle el alma. Con repentino miedo desbordándola, miró fijamente al
cielo una vez más, esta vez con ojos vidriosos y labios trémulos, implorando
con una voz que no quería salir de su garganta que no ocurriese lo inevitable.
Pero no podía cambiarse lo que ya estaba más que escrito.
Brillaba con el sol
detrás, era difícil de identificar qué era con la simple visión humana, pero su
trayectoria fugaz fue bien clara. Una especie de silbido que se tornaba más
potente a cada segundo hasta volverse ensordecedor, sonido que murió con el
estruendo de la colisión mezclado con los gemidos de la destrucción y salmos
que eran la agonía de miles y miles de personas.
Entonces todo se tornó del
más intenso de los negros...
-Sigo sin hallar la
respuesta… -se dijo así misma tras despertar, quitándose de la cabeza un
extraño casco conectado a un aparato mediante varios cables, dejando al
descubierto sus cabellos negros como el azabache-. Natasha, quiero volver a
intentarlo.
-Ni hablar, Kate -terció
con férrea determinación pero con amable autoridad una mujer bastante más mayor
que ella, pero bien conservada para superar los sesenta años, de cabello blanco
recogido en un estiradísimo moño y ojos azules muy claros; vestía una bata de
científico-, sabes que entrar en ese estado agota mucho el cuerpo y la mente.
Volveremos a intentarlo después de la conferencia si así lo prefieres y te
quedas más tranquila. Considera que gracias a ti la investigación ha avanzado
hasta dar estos frutos, y bien lo sabes.
-Sí, lo sé... Pero aún no
tenemos todas las respuestas -replicó en un susurro, dejando el casco a un lado
de la extraña camilla, terminando de quitarse los electrodos de su cuerpo, el
cual empezó a flotar tras activar el sistema de ingravidez, mientras se ponía
la chaqueta que permaneció colgaba cerca de donde estuvo tumbada.
Su mente y su cuerpo
estaban sintiéndose mejor tras la carga a la que estuvo sometida, aunque era
algo que ya estaba más que acostumbrada. Sus ojos grises se desviaron a una de
las ventanillas de la sala, desde la cual se veía el oscuro espacio bañado de
estrellas y lejanos planetas. Pero su visión se centró en un feo globo que más
parecía una boñiga redonda suspendida en el universo, lo que treinta años atrás
fuese un hermoso planeta celeste: la
Tierra.
-Sabes que volveré, madre
-musitó en voz baja sin despegar la vista del cada vez más agonizante planeta,
con la mano apoyada en el cristal de la ventanilla-. Espérame.
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