El campus universitario era un sitio peculiar, al menos a ojos de Mario.
Todo un collage arquitectónico si se apreciaba el conjunto global actual de la
construcción. La fachada principal, adonde ellos se dirigían, era de las pocas
estructuras originales que perduraban tal y como se edificaron a principios del
siglo XX, salvando pertinentes y ocasionales restauraciones; pero si uno se
paraba a analizar a fondo el conjunto, apreciaría su ampliación a lo largo de
las décadas por la evolución gradual de las tendencias arquitectónicas, hasta
llegar a los edificios más vanguardistas —donde
predominaban el vidrio—, construidos
pocos años atrás.
Echando un ojo a su reloj de bolsillo, comprobó que llegaron en un
momento bastante idóneo, ni a la hora exacta ni demasiado pronto, al ver que no
eran los únicos en congregarse allí, y seguramente ya habrían entrado unos
tantos más en el edificio.
Incluso desde el pie de las escaleras que daban a la entrada principal se
podía distinguir que ese lugar estaba más destinado a un festejo que al estudio
en ese día que podía considerarse especial; ya que el centro cumplía su primer
centenario. La directiva quiso preparar algo no demasiado formal para que
pudiesen disfrutarlo tanto el profesorado como el alumnado; aunque tomaron
medidas un tanto selectivas a la hora de las invitaciones, como por ejemplo
excluir a los que ese año empezaban sus estudios, salvo si asistían como
acompañantes de alumnos superiores.
-¿Seguro que no te incomoda que sea yo la que te invite a una fiesta esta
vez?
-Muy seguro. Aunque defiendo mucho la costumbre de que el hombre debe ser
un caballero con las damas, sabes que estoy también a favor de la igualdad.
-Sí, lo sé. Pero no te voy a negar que me guste más cuando me agasajas.
-Mejor que no se enteren tus compañeros de facultad que soy tu talón de
Aquiles -comentó Mario con una cómplice sonrisa torcida-, o perderás tu
reputación.
-¿Cuál de ellas? Tengo unas cuantas, que van desde “la mujer de negro” a
“la necrófaga”.
Mario no pudo responder a ese comentario cargado de mustia retórica, al
captar de soslayo una moto de intenso color azul dirigiéndose hacia ellos a una
velocidad peligrosa e inadmisible en ese tipo de vía. Aunque el conductor tuvo
pericia a la hora de virar para eludirles por el canto de un céntimo, él redujo
ese margen de riesgo apartándose a la par que tiraba hacía sí a su novia.
-¿Pero qué prisas tendrá? -elucubró recobrando el hálito, más perplejo
que enojado. Ni siquiera pudo ver la matrícula cuando sus ojos se orientaron hacia
el vehículo a la fuga al bordear la fachada. Pero esa fue una preocupación
menor, consideró tras apartar un poco a Beatriz para contemplarla-. ¿Te
encuentras bien?
-Sí, ni un rasguño -confirmó con pasividad y seriedad, comprobando que no
le había pasado nada a ella misma ni a sus galas-. Aunque me he llevado un buen
susto.
Él no pudo más que dejar escapar su risa, la reacción en los adentros de
su chica distaba mucho de lo que expresaba con su cuerpo, y tampoco podía
asegurar si seguía siendo retórica como tantas veces o si hablaba en serio. Esa
era una de las innumerables razones de porqué la amaba.
Optaron por olvidar ese incidente, considerando que no había sucedido
nada más que un susto. Al aproximarse a la entrada, Beatriz sintió que los
pasos de su acompañante la guiaban concretamente a una persona próxima, al extremo
derecho de la fachada, despidiéndose de otras dos más que penetraban en el
interior de la universidad. Poco antes de que se encontrasen cara a cara, Mario
le comentó brevemente quién era ese hombre cercano a los sesenta años, vestido
con un traje de corte demasiado clásico; el bisoñé castaño claro que lucía
resaltando sobre los cabellos más bien canosos, delatando su poca aceptación ante
la pérdida de su cabello natural.
-Es un gusto verle, profesor Medina -saludó Mario con más afabilidad de
la que parecía mostrar su actitud tan sosegada, omitiendo la efímera y suspicaz
expresión de sorpresa que atisbó en el rostro del docente-. No sé si se
acordará de mí, pero usted me dio clases hasta el curso pasado.
-Claro que me acuerdo -él no supo que Beatriz leyó en su mirada casi con
exactitud sus pensamientos: “¿cómo olvidar un alumno que viste así?”-. Fuiste
de los mejores de tu promoción.
Era evidente que esa era la segunda razón de que se acordase bien de él.
“No has cambiado nada”, también pudo sacar Beatriz del profesor Medina cuando
éste examinó disimulada y despectivamente a Mario de arriba abajo. A ella le
daba bastante al fresco la opinión de los demás, pero en sus adentros aún
quedaba cierta reminiscencia de esa indignación de sus comienzos como gótica; aún
le quedaba un poco para alcanzar el grado de insensibilidad total que tenía su
novio.
-Gracias por sus palabras -convino con una leve inclinación de cabeza
llena de serenidad y rectitud a la altura de sus galas-. Le presento a Beatriz Pereira,
mi compañera sentimental.
“Salta a la vista”, parecía decir la escrutadora mirada de Medina, pero
Beatriz tendió su mano para estrecharla suavemente con la del profesor, quien
fue demasiado escueto y que evidentemente la retiró con una repulsa y una celeridad
que no debió mostrar bajo ningún concepto.
-¿He de suponer que usted es estudiante, señorita Pereira? -preguntó con
fingido y más que falso interés para compensar su medio desaire-. Creo que la
he visto alguna vez por el campus.
-Así es -contestó secante pero cortés a esa pregunta con respuesta
evidente, teniendo en cuenta que Mario sólo podía asistir a priori si
acompañaba a un alumno invitado. Iba a ser educada con él, aunque ahorrando al
máximo sus palabras-. Acabo de empezar mi segundo año de medicina.
-Ahora que lo pienso, el profesor Nebot, íntimo amigo mío, me ha mentado
algunas veces este curso pasado a una alumna suya, de las más brillantes que ha
tenido en todos sus años de docencia, apellidada Pereira. Quién iba a decir que
me la encontraría hoy.
-Espero no estar muy alejada de la imagen mental que habrá fraguado sobre
mí -contestó sin perder un ápice de sosiego y formalidad equilibrados tan
habitual en ella, sin molestarse en responderle con falsos regodeos a esos halagos
tan formales como vacíos, por muy ciertos que pudiesen ser; y menos viniendo de
aquel hombre. Ella no era de las que se dejan regalar el oído tan frívolamente-.
Pero estoy segura de que alguien de su cátedra no juzga un libro por la
cubierta.
El profesor Medina emitió un carraspeó, medio tragando saliva a su vez, ante
la descarada puya de la novia de su antiguo alumno; en cambio, Mario luchaba
entre el orgullo y la dúctil censura por las palabras de su amada. Los tres
plantados junto a la entrada sintieron los ecos de la llegada de los más
estrictos puntuales acercándose, tanto profesores como alumnos con sus
respectivos acompañantes, a los que se les debía sumar las pocas voces de los demasiado
adelantados ya congregados en el salón de actos.
-¿Y ya tiene usted en mente su futuro en la medicina? -preguntó con voz
algo dudosa y vibrante, tratando de encauzar el diálogo a su terreno-. Con
calificaciones constantes a las que me ha comentado el profesor Nebot este
pasado curso, debe tener un amplio abanico de posibilidades...
-Desde luego, hace tiempo que lo tengo claro. Aspiro a ser médico
forense.
Medina no sofocó una risilla, que duró poco al estudiar el semblante de
Beatriz. Lo que creyó al principio como un chiste de góticos no fue más que una
verdad sincera, y que por tanto había sido ofensivo por dejarse guiar por sus
prejuicios. Beatriz se sintió satisfecha al ver como empezaba a asomarse
pequeñas perlas de sudor debajo del peluquín del profesor de universidad, quien
se había quedado sin habla y ganaba cierto color de vergüenza en su rostro.
-Interesante... -comentó sin saber muy bien que decir, mientras hacía un
amago de evadirse por la tangente todo lo educadamente posible que le permitía
la bochornosa escena-. Pido que me dispensen, por ahí se acerca un colega con
el que tengo que comentar un asunto...
Tras despedirse, la pareja se adentró en el edificio —ella aún cogida del brazo de él
mientras se ponía bien el oscuro chal que se le escurría por la espalda— antes de que llegase la pequeña
marabunta de personas, dejando a ese hombre intentando recomponer los pedazos
de su autoestima. Beatriz parecía gustosa de sus actos, Mario lo supo de buen
grado al distinguir minúsculos y delatadores hoyuelos en los extremos de los
proporcionados y serios labios de su novia.
-Sólo a ti se te pasaría por la cabeza hacer lo que has hecho.
-Aunque siempre me digas que la indiferencia es la mejor bofetada para
los que no nos entienden, ese elemento pedía a gritos una muestra de tolerancia
y respeto -su defensa parecía perfecta gracias a la objetividad y el temple de
sus palabras-. ¿He de suponer que estás molesto?
-En absoluto -contestó con una leve sonrisa cargada de oculto júbilo-, de
hecho ahora te amo un poco más si cabe; la verdad es que ya tocaba que le
bajaran un poco los humos. En el fondo no es un mal tipo, pero nunca he oído de
nadie que lo trague en realidad por gusto propio.
-Vaya, si lo sé hubiese añadido lo ridículo e inútil de la rata muerta
que lleva en la cabeza.
Otra muestra de que ella podía hacerle sentir más vivo por dentro, impulsándole
a arranques como el que iba a hacer, tan impropios de él en el pasado. La
arrimó en esa fugaz soledad del pasillo, entre los que venían y los que ya
estaban dentro, para besarla con ganas. Ella enroscó los brazos en su cuello,
sin prestar tanta atención al chal que amenazaba con caerse al suelo.
-Eres única -susurró azotándole los labios con su propio hálito-. Y
también la única para mí.
Aún con sus manos en el cuello, ella acarició con mimo con las yemas de
sus dedos el pendiente triangular que desentonaba con esas prendas dignas de un
caballero.
-Soy feliz cada vez que me aseguras que no me libraré de ti jamás -en su
voz había una clara nota de ternura, e incluso de fragilidad muy humana; sólo
Mario provocaba en ella esa actitud que a veces la hacía avergonzarse de sí
misma-. Lo único que me frustra es no poder hacer más por ti.
-Y a veces me frustras con esa negación a los límites que tienes como ser
humano -suspiró él besándole el cabello, retomando sus pasos con parsimonia y
aferrándola aún contra sí mismo-. Yo soy feliz a pesar de las cosas que crees
que he perdido. Y eso es porque sigo andando de tu mano.
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