miércoles, 14 de octubre de 2015

Saint Seiya - Los Caballeros del Zodiaco: La Venganza de Anfítrite (parte I)

Saint Seiya - Los Caballeros del Zodiaco

La Venganza de Anfítrite (parte I)



Las aguas egeas que circundaban las costas áticas no azotaron el Cabo Sunio con el bravío de esos últimos días, sino que las lamían con un pesaroso sosiego. Ese cambio súbito en el temperamento del mar, bastante antes de lo esperado en sus corrientes, no era nada normal. Al igual que ese inmenso Cosmos que afloró con fugaz virulencia bajo las ruinas del Templo de Poseidón.
Las seis figuras que se adentraron en la profunda noche recorrieron las largas escaleras labradas en el acantilado con una prontitud imperceptible para la visión mundana, dejando como única evidencia de su fugaz presencia el viento silbante que dejaban tras sus pasos; no en vano, aún siendo la base de su escalafón, sus puños podían desgarrar el aire y sus patadas pulverizar la tierra.
Se detuvieron en seco al llegar al final del camino, a escasos metros de la prisión a orillas del Sunio, donde se encerraba desde la lejana era mitológica a los traidores y enemigos del Santuario que atentasen contra su deidad patrona, lugar donde normalmente perecían cuando la pleamar colmaba la cavidad. Ahora, sus barrotes fueron derribados pese a su resistencia, y ese hecho ya evidente para los ojos de esas seis personas les hizo estremecerse en sus adentros, elevando su de por sí prevenida cautela. Como era de esperar, en ese momento la marea estaba baja.
-Sigamos.
Con esa indicación del que iba en cabeza, saltaron hasta presenciarse justo de cara a la entrada de la prisión, en un único salto imposible para un humano corriente, en el cual el brillo de las armaduras ligeras que vestían resplandeció como tímidas estrellas menores. Incluso el chapoteo de sus grebas resultó aún más perturbador en esa quietud que los soterraba.
Estando todos ellos frente a la evidencia, la desazón acariciando sus nervios con parsimoniosa malicia fue el sentimiento que compartieron en su silencio, mientras renovaban su coraje, voluntad y devoción con acopio ante esas tentaciones mortales en forma de temores y dudas.
-Imposible... Si estos barrotes pueden soportar incluso el Cosmos de un caballero de oro.
-¿Pero no ves lo que es todavía más extraño? -le preguntó uno de sus compañeros, quien examinó los retorcidos barrotes como larguísimos dedos en plena agonía-. La prisión fue abierta con una fuerza abrumadora desde el interior.
-Eso es imposible -terció otro del grupo, aunque no podía arrebatarle la razón una vez que las comprobó por él mismo también-. Según nos explicaron, hace una eternidad que no se utiliza esta prisión, salvo hace trece años cuando Saga de Géminis encerró aquí a su hermano Kanon.
-Para lo que sirvió.
Los cinco varones miraron por un momento a la esbelta figura femenina que permanecía aún en las sombras de la retaguardia, con su cabellera carmesí ondeando con pudor a la exposición de la brisa marina. Ella estaba en lo cierto. Por lo que les llegaron a sus oídos tras el regreso de Atenea de su reciente enfrentamiento contra Poseidón, Kanon de Géminis fue encerrado en ese mismo lugar por el propio Saga; pero igualmente, el traidor desconocido por todo el Santuario llevó a cabo su ambición utilizando al emperador de los océanos, mientras el gemelo mayor se corrompió a sí mismo, sometido por su lado malvado, lo que acabó desencadenando a la larga aquella guerra interna que diezmó las filas de los caballeros de Atenea, después de que Saga asesinase trece años atrás al verdadero Patriarca y usurpara todo ese tiempo su nombre y su cargo.
Hacía tan escaso tiempo que habían ocurrido tantas cruentas luchas para la diosa y sus fieles guerreros, tan cierto como que aún restaban más por encarar. Muchas heridas que sanar, sobre todo a nivel moral, pero tan poco tiempo para ello... Las fuerzas perversas que azotan el planeta no entendían de recesos.
-Permaneced atento a cualquier detalle -anunció el caballero que iba en cabeza, rompiendo ese silencio tan tenso como reflexivo-. Debemos investigar y reportar a la señora Atenea.
Se adentraron en la prisión del Cabo Sunio. La mansa agitación del agua salina que a penas llenaba unos centímetros de su suelo era más trémula por los numerosos pasos, firmes a la par que prudentes, de los caballeros de bronce. No era una cavidad profunda, cuyas rocas podrían contar tantísimos detalles del sufrimiento merecido que ajusticiaron a los enemigos del Santuario; enemigos del género humano y la armonía sobre el planeta.
Prosiguieron hasta alcanzar la pared del fondo, derrumbada por Kanon tiempo atrás en su cautiverio, que les condujo hacia donde una de las reencarnaciones previas a la actual Atenea ocultó y selló el tridente de Poseidón. Su misión les llevaba a sondar más allá de esa abertura, en su búsqueda de cualquier indicio que explique el poderoso Cosmos que sintieron en ese preciso lugar.
La cámara tras el muro de la prisión daba a otra oquedad no mucho más amplia, cuyo epicentro fue el punto donde Kanon extrajo del suelo aquel arma divina sin que el debilitado sello de Atenea pudiese impedírselo, conduciéndole en consecuencia al templo submarino del emperador de los océanos. Sin embargo, lo único que quedaba en ese lugar era una laguna salina, ya era imposible acceder a los dominios de Poseidón, después de que Atenea y sus cinco caballeros más próximos los destruyesen tras derribar el Pilar Central que lo sustentaba.
-Aquí no hay nada más, un callejón sin salida -razonó uno de ellos, en cuya armadura destacaba un saliente redondeado similar a una aleta dorsal en la espalda-. Quizás deberíamos volver al Santuario y dar parte de que quizás no sea aquí.
-¿Es que el miedo maneja tu lengua ahora por ti? -espetó el que iba siempre un paso por delante que el resto, lleno de seguridad y orgullo en cada palabra y ademán que regalase-. No avergüences a tus camaradas, y más después de que nos encomendaron esta importante misión.
-No les quedaba otra.
De nuevo un comentario secante pero sereno de la fémina del grupo. En esa penumbra, las líneas y los contornos de la máscara que ofuscaba su rostro, el requisito crucial de toda mujer que quisiera convertirse en caballero de Atenea, se acentuaban para definir aún más ese falso rostro.
-¿A quiénes mandarían si no? -prosiguió con esa pregunta que ya de por sí les dejaba bien clara la realidad. Sus compañeros masculinos parecían sentir la rectitud de sus ojos bajo la máscara, armonizando con la calma que despedía su voz-. Contando con el anciano caballero de Libra, sólo sobrevivieron seis caballeros de oro, y salvo las señoras Shaina de Ofiuco y Marin del Águila, todos los caballeros de plata activos de esta era perecieron antes de la Batalla de las Doce Casas. Sólo quedamos los no demasiados de bronce que hemos adquirido nuestras armaduras en los últimos años, y los diez más próximos a la señora Atenea están ayudando a supervisar la guardia del Santuario o recuperándose de la batalla contra Poseidón.
»No busco desalentaros con mis palabras. Sabéis bien que la señora Atenea y los caballeros de oro confían en nosotros, aunque seamos el rango más bajo de las ochenta y ocho constelaciones. Pero no olvidéis la realidad: este tipo de misiones suelen encargarse a caballeros de plata, o a grupos como nosotros supervisados por uno de estos. Si tenemos un voto de confianza es por falta de efectivos ante todo, por lo que debemos hacer mérito de ello y no caer en la arrogancia.
-Así que soy arrogante -espetó quien hasta ese momento tomaba el liderazgo, aunque la misión era un trabajo de completo equipo. No erró mucho al entrever esa insinuación diplomática-. Sí que sueltas tu lengua con facilidad para dar lecciones, tú que a penas estás estrenando armadura, mientras que nosotros alcanzamos nuestro rango cuando aún te veías en pleno entrenamiento.
-Bueno, que haya paz -atajó otro del grupo para quitarle hierro al asunto, ubicándose entre ambos; a pesar de la seriedad de la misión, no parecía perder una sonrisa afable y optimista que solían ser fáciles de contagiar, virtudes que sacó más a relucir en ese instante de diferencias entre hermanos de armas. En su brazal derecho destacaba un enorme ornato en forma de aguja-. Está claro que es la ocasión de probar nuestra valía a la señora Atenea aunque seamos de bronce, así que mejor cooperar como camaradas que somos e investigar este lugar sin precipitarnos. ¿No os parece?
Tras unos segundos en los que la tensión parecía reacia a irse, el caballero que siempre iba al frente les dio la espalda con un brío altanero, sin salir de su mutismo entre rezongos cuando empezó a tantear la pared más próxima. Mientras en la penumbra, el compañero que logró correr un tupido velo guiñó un ojo con cortés descaro a la mujer caballero, quien parecía turbada pero sutilmente agradada ante ese flirteo tan inusual por cierta norma no escrita en las leyes del Santuario.
Era difícil no dejarse llevar por el buen juicio de aquel caballero pese a su juventud, incluso sin ser consciente de ello; hasta entre los caballeros de oro se atisbaba una franca y prometedora consideración hacia él. Aunque el más bravucón de ellos llevase la voz cantante, a fin de cuentas era aquel más prudente, sutil y modesto quien manejaba la mano que sostenía el bastón de mando de aquel grupo, con la madera de un verdadero líder aunque no lo alardease ni reclamase.
No se demoraron en iniciar la investigación en toda regla, aunque tampoco había demasiado por rebuscar en esa cavidad insulsa y corriente. Nada parecía justificar ese poderosísimo Cosmos, pero a medida que transcurría su estancia en esa cámara breve pero que les pareció acariciar la infinita y tediosa eternidad, cada uno de ellos empezó a percibir con creciente notoriedad la reminiscencia de algo que rebasaba su comprensión, que hacía estremecer cada átomo que componía su ser... ¿Pero de donde procedía? ¿Qué cargante energía había conseguido dejar una tenue pero axiomática impronta justo debajo de las ruinas del templo de Poseidón sobre el Sunio?
-Aquí -pronunció tajante y lleno de convicción irrevocable el caballero de la Brújula, cesando el tanteo de su diestra cuando su instinto despojó sus dudas. Su expresión sosegada pareció quedarse en segundo plano, revistiéndose en su semblante un rictus atípico en su actitud cotidiana; cada músculo de su cuerpo se mantuvo en alerta, tomando más en serio la misión. Estaba convencido por completo de que había algo tras la piedra que acariciaba con las yemas desnudas de sus dedos, algo desconocido pero que le escamaba-. Acercaos y sentidlo... Un Cosmos aletargado.
-Vayamos a comprobarlo.
Aquel más bravucón de ellos actuó con virulenta celeridad, sin darles la opción de objetar. En un simple parpadeo, apartó al caballero responsable del hallazgo y derribó un generoso retazo de la pared en cuestión con un único puñetazo, sin hacer a penas esfuerzo real, liberando una ínfima e irrisoria gota de su energía cósmica. Aunque el impacto fue concreto y domado, el estruendo de la piedra pulverizada y la humareda de polvo consecuente reverberaron en la caverna secreta hasta salir de la prisión del Sunio como un lamento.
-Será posible -soltó con mohín un caballero, que en los laterales de su casco mostraba detalles en forma de agallas de un pez. A pesar de su duro entrenamiento no exento de dolor, sudor, lágrimas, sangre y heridas, parecía innato en él su sentido de pulcritud, al empezar a sacudirse un poco del polvo resultante mancillando su armadura de bronce del Pez Volador-. Está claro que las sutilezas y la prudencia no son grandes virtudes que acoliten a Achernar de Erídano.
-Los remilgos se los dejo para las “señoritas” -puntualizó el aludido con socarronería, mirando de soslayo a la mujer caballero que les acompañaba, flexionando el antebrazo derecho para mayor evidencia de su poderoso bíceps-. Sigamos, que por fin se acabó el paseo de placer.
La fémina del grupo siguió a sus camaradas sin ocultar un suspiro tan resignado como moderadamente hastiado que resonó con escaso decoro contra la cara interna de su máscara. Cada caballero era un mundo, porque ante todo eran personas, pero la mayoría de ellos compartió en ese instante algún gesto de condescendiente suficiencia por la actitud demasiado arrojada de Achernar; él era tan orgulloso y pagado de sí mismo por ser consciente, aún siendo un simple caballero de bronce, que su Cosmos se encontraba dentro del nivel mínimo que se esperaba de uno de plata.
Sin embargo, por muy orgullosos que estuvieran des sus energías cósmicas, eran mortales. Y no tardarían en ser aún más conscientes de esa realidad cuando se perdieron en el pasaje oculto que habían descubierto, que parecía devorarlos a la incertidumbre de su larga penumbra.
Con cada paso cargado de prudencia y firmeza en su avance por ese nuevo y velado camino, todo se les fue antojando más extraño todo aquello. El pasaje que hallaron parecía descender de manera sutil pero notoria, a la par que la irregular roca natural de la caverna se tornaba labrada por la mano del hombre con perfecto pulido y alisado en paredes, techo y suelo; concebido para ser sumamente solemne a pesar de la sobriedad pavorosa y vetusta implícita en cada rincón. Quizás aquella galería fue tallado por devotos de Poseidón, al estar muy presente su símbolo, la hoja triple de su arma predilecta, ornatos que parecían despedir un brillo antinatural, casi etéreo, pero tan tenue que no hacía bajar de perturbadora la belleza de ese pasillo que prometía llevarles a lo más profundo del Sunio, por no decir a las mismas entrañas del Hades.
Pero la tensión que empezaba a soplarles tras sus nucas, así como el hormigueo extraño recorriéndoles en sus adentros como un dedo malicioso carcomiéndoles, no les torturaría por mucho más tiempo con la sensación que fue embargándoles con turbación. ¿Qué era esa sensación que fueron percibiendo mejor a cada paso? Les recordaba a cuando se encontraban cerca de Atenea, de su Cosmos tan imperioso e infinito como cálido y placentero; pero lo que captaban ahora era algo muy distinto, con una magnitud y naturaleza similares, pero tan frío, tan opresor...
Y por fin alcanzaron la más recóndita profundidad de la galería oculta, frente a un estanque cuyas aguas resplandecían con fulgor difuso, circundado por columnas en sus cuatro esquinas, que en cada una de ellas se extendía una cadena castigada por la herrumbre del paso del tiempo y la humedad salina... Lo primero que pasó por la cabeza de los caballeros de bronce, sin ni siquiera mediar palabra para refutar la telepatía de sus caviles, fue que aquel recoveco, aquel rectángulo perfectamente labrado rebosante de mansas aguas marinas, daba la impresión de ser un sepulcro. Las cuatro cadenas se encontraban justo en el epicentro del estanque, enroscándose en torno a un objeto firmemente suspendido en vertical, erguido como lápida sin nombre ni epitafio: un tridente.
La elocuencia se evaporó en cada uno de los presentes, ante el significado de esa arma que se conservaba perfecta en contraste con sus ligaduras. ¿El tridente de Poseidón? Era imposible, por lo que sabían, el divino objeto reposaba en las profundidades del inundado templo submarino de la deidad, junto con el ánfora una vez más sellada donde reposaba su alma superior e inmortal. Además, aquel objeto no parecía concebido para la mano de un dios de su rango, demasiado liviana pero no menos majestuosa a la par que letal. ¿Qué significaría todo aquello?
Achernar tuvo el arrojo, sacando a su vez una prudencia inusitada en su naturaleza, de aproximarse más al borde del estanque con parsimonia para desentrañar mejor el punto donde más notoria era esa energía que turbó cada átomo de su existencia. Palideció por momentos con cada retazo que le revelaba su vista, mientras su mandíbula fue perdiendo firmeza, resaltando su expresión apagada ante la antinatural luminiscencia emergiendo de las profundidades.
-Achernar, ¿qué ocurre?
Pero el caballero de la Brújula, ya de por sí alerta por la inusual actitud de Erídano, dirigió su vista a donde los de su compañero se fijaron con estupor. Su propio rostro no se diferenció al del otro caballero de bronce al segundo posterior, mientras los otros cuatro se alinearon a los costados de ambos para entender qué era lo qué hallaron como un signo de fatalidad... Nadie se salvó de la misma expresión, ni siquiera la que ofuscaba su rostro bajo una máscara.
En lo más hondo de esa escasa profundidad yacía el cuerpo de una mujer vestida con una túnica entallada, sin mangas y con un generoso escote que realzaba su esbelta figura. Sus largos cabellos ondeaban como algas en la quietud del agua donde reposaba. La palidez de su piel tersa a pesar de su lecho líquido, así como el sutil tono purpúreo de sus labios, acentuaban no sólo su aspecto imponente, sino también su belleza... Salvo Atenea, no había persona sobre la Tierra, ni tan siquiera el desaparecido caballero Piscis, con semejante virtud; que sin embargo resultaba atroz para los que la encontraron. Ese rostro destilaba sosiego, pero más allá de los párpados cerrados podían intuir una fuerza y una frustración pretéritas, como si en realidad esa misteriosa mujer estuviese ligada de una forma similar al arma suspendida justo encima de ella sobre el agua.
Pero no era un cadáver, por más que lo aparentase, por más que estuviera sumergida seguramente desde los anales tiempos mitológicos. Porque los seis caballeros de bronce atendieron lo que no era menos que el quid de todas sus cuestiones, lo que albergaba en lo más hondo de esa desconocida, algo retenido y palpitante como un polluelo en su delicado cascarón... su Cosmos.
-Siento en ella las mismas vibraciones que estallaron antes... Una fuerza que se sale de lo mortal, y eso explica porqué la prisión del cabo Sunio cayó.
-¿Pero quién es esta mujer? -la pregunta que el caballero del Pez Volador parecía en gran parte para sí mismo que dirigida al de la Brújula, ante las dudas trémulas que resonaban dentro de su mente-. ¿Por qué está aquí, en este lugar que incluso la mismísima señora Atenea desconocía, que parece alzado por fieles de Poseidón? Si posee un Cosmos tan grande como el de nuestra diosa, es que esta mujer quizás sea...
-En un lugar como este -se adelantó raudo el caballero de Delfín, ávido de expresar sus conjeturas en voz alta, aunque fuera poco dichoso de pronunciarlas de estar en lo cierto-, dedicado además a Poseidón, y con ese tridente ante nosotros... ¡Sólo puede tratarse de la diosa Anfítrite!
Cinco miradas saturadas de estupor se anclaron en ese caballero que se mostraba tan convencido como aterrado de su propia afirmación. No pudieron dudar lo más mínimo de su hipótesis, pues habían demasiadas evidencias, y precisamente él era de los ochenta y ocho caballeros de Atenea el que estaba más familiarizado con las leyendas marinas, y más de las protagonizadas por su propia constelación protectora, desde el día en que recibió su armadura.
-Pero eso aún no explica que hace aquí la consorte de Poseidón, y en semejante estado...
-Mirad ahí.
Esas dos únicas palabras alumbradas por los labios de Achernar sesgaron las cavilaciones, alertando aún más a sus compañeros, quienes fijaron sus miradas hacia donde él señalaba con el dedo índice. Había pasado desapercibido ante todo lo que implicaba el final de ese incierto camino, un detalle irrisorio pero aún así singular. Era un ajado pergamino escrito en griego antiguo, una única palabra más bien difusa; aquello fue un titilante foco de serena distensión para los caballeros.
-Seguramente la Atenea de la era mitológica, o algunas de sus reencarnaciones, la selló aquí por algún motivo, como hizo con Poseidón en el pasado.
No resultó en absoluto descabellada esa posibilidad. Tenían constancia de que la deidad a la que entregaban tanta devoción había sellado a distintos dioses para proteger a la raza humana, aunque fueran por unos cuantos siglos de relativa paz antes de una nueva confrontación de magnitudes titánicas. Sin embargo, había un rostro que no refulgía tanto optimismo como el resto.
-¿Qué andas reflexionando, Magnus?
El aludido fue arrastrado de su fuero interno, así como del foco de su atención, con la voz del caballero femenino que se había aproximado a su lado. Su voz era calmada, prudente y preocupada, como si hubiese intuido y comprendido lo que él mascaba en su mente.
-Creo que nos equivocamos en parte, Epona.
-¿Pero que dices?- Achernar se interpuso, en todos los sentidos, entre sus dos compañeros, alzando con indómito bravío la voz mientras palmeaba la espalda del caballero de la Brújula, quien esa despreocupación no parecía paliar su seriedad-. No hay nada de qué preocuparse. Si la que está ahí en remojo es la diosa Anfítrite, ahí se va a quedar mientras el sello de Atenea esté aquí. Ahora podemos volver tranquilamente al Santuario a dar nuestro informe y recibir los elogios merecidos.
-Pero es que estamos equivocados en dos puntos que nos hemos pasado por alto, incluso después de vislumbrar el sello sobre el tridente de Anfítrite -hizo una sutil pantalla con la mano entre él mismo y el caballero de Erídano para frenar por el momento las nacientes objeciones porfiadas de la testarudez innata su compañero-. En primer lugar, el sello se ve debilitado por los siglos y podría romperse en cualquier momento, lo que explicaría que haya incendiado su Cosmos por un instante la anterior vez, y que no sería más que el advenimiento del fin de un sueño pretérito. Y lo segundo... mirad atentamente la inscripción del pergamino.
Achernar, así como Epona y los demás, con la extrañeza y la vacilación en sus ojos, contemplaron el ajado papiro sobre el ramal donde brotaban las tres cuchillas del tridente. Fue entonces cuando la incomprensión anonadada les fustigó hasta dejarlos desnudos de raciocinio, sin entender el porqué de todo lo que implicaba esa escena una vez sondado ese detalle.
Desde esa distancia, todos dieron por hecho que estaba escrito Atenea en griego antiguo, pero no fue así. Aún ya dañado y bastante ilegible por el paso de los siglos, o quizás milenios, y con el poder impreso en él ya mortecino, apurando sus últimas fuerzas, se podía leer...

Ποσειδν


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