Saint Seiya - Los Caballeros del Zodiaco
La Venganza de Anfítrite (parte I)
Las aguas egeas que circundaban las costas áticas no azotaron el Cabo
Sunio con el bravío de esos últimos días, sino que las lamían con un pesaroso
sosiego. Ese cambio súbito en el temperamento del mar, bastante antes de lo
esperado en sus corrientes, no era nada normal. Al igual que ese inmenso Cosmos
que afloró con fugaz virulencia bajo las ruinas del Templo de Poseidón.
Las seis figuras que se adentraron en la profunda noche recorrieron las
largas escaleras labradas en el acantilado con una prontitud imperceptible para
la visión mundana, dejando como única evidencia de su fugaz presencia el viento
silbante que dejaban tras sus pasos; no en vano, aún siendo la base de su
escalafón, sus puños podían desgarrar el aire y sus patadas pulverizar la
tierra.
Se detuvieron en seco al llegar al final del camino, a escasos metros de
la prisión a orillas del Sunio, donde se encerraba desde la lejana era
mitológica a los traidores y enemigos del Santuario que atentasen contra su
deidad patrona, lugar donde normalmente perecían cuando la pleamar colmaba la
cavidad. Ahora, sus barrotes fueron derribados pese a su resistencia, y ese
hecho ya evidente para los ojos de esas seis personas les hizo estremecerse en
sus adentros, elevando su de por sí prevenida cautela. Como era de esperar, en
ese momento la marea estaba baja.
-Sigamos.
Con esa indicación del que iba en cabeza, saltaron hasta presenciarse
justo de cara a la entrada de la prisión, en un único salto imposible para un
humano corriente, en el cual el brillo de las armaduras ligeras que vestían resplandeció
como tímidas estrellas menores. Incluso el chapoteo de sus grebas resultó aún
más perturbador en esa quietud que los soterraba.
Estando todos ellos frente a la evidencia, la desazón acariciando sus
nervios con parsimoniosa malicia fue el sentimiento que compartieron en su
silencio, mientras renovaban su coraje, voluntad y devoción con acopio ante
esas tentaciones mortales en forma de temores y dudas.
-Imposible... Si estos barrotes pueden soportar incluso el Cosmos de un
caballero de oro.
-¿Pero no ves lo que es todavía más extraño? -le preguntó uno de sus
compañeros, quien examinó los retorcidos barrotes como larguísimos dedos en
plena agonía-. La prisión fue abierta con una fuerza abrumadora desde el
interior.
-Eso es imposible -terció otro del grupo, aunque no podía arrebatarle la
razón una vez que las comprobó por él mismo también-. Según nos explicaron,
hace una eternidad que no se utiliza esta prisión, salvo hace trece años cuando
Saga de Géminis encerró aquí a su hermano Kanon.
-Para lo que sirvió.
Los cinco varones miraron por un momento a la esbelta figura femenina que
permanecía aún en las sombras de la retaguardia, con su cabellera carmesí
ondeando con pudor a la exposición de la brisa marina. Ella estaba en lo
cierto. Por lo que les llegaron a sus oídos tras el regreso de Atenea de su
reciente enfrentamiento contra Poseidón, Kanon de Géminis fue encerrado en ese
mismo lugar por el propio Saga; pero igualmente, el traidor desconocido por
todo el Santuario llevó a cabo su ambición utilizando al emperador de los
océanos, mientras el gemelo mayor se corrompió a sí mismo, sometido por su lado
malvado, lo que acabó desencadenando a la larga aquella guerra interna que
diezmó las filas de los caballeros de Atenea, después de que Saga asesinase
trece años atrás al verdadero Patriarca y usurpara todo ese tiempo su nombre y su
cargo.
Hacía tan escaso tiempo que habían ocurrido tantas cruentas luchas para
la diosa y sus fieles guerreros, tan cierto como que aún restaban más por
encarar. Muchas heridas que sanar, sobre todo a nivel moral, pero tan poco
tiempo para ello... Las fuerzas perversas que azotan el planeta no entendían de
recesos.
-Permaneced atento a cualquier detalle -anunció el caballero que iba en
cabeza, rompiendo ese silencio tan tenso como reflexivo-. Debemos investigar y
reportar a la señora Atenea.
Se adentraron en la prisión del Cabo Sunio. La mansa agitación del agua
salina que a penas llenaba unos centímetros de su suelo era más trémula por los
numerosos pasos, firmes a la par que prudentes, de los caballeros de bronce. No
era una cavidad profunda, cuyas rocas podrían contar tantísimos detalles del
sufrimiento merecido que ajusticiaron a los enemigos del Santuario; enemigos
del género humano y la armonía sobre el planeta.
Prosiguieron hasta alcanzar la pared del fondo, derrumbada por Kanon tiempo
atrás en su cautiverio, que les condujo hacia donde una de las reencarnaciones
previas a la actual Atenea ocultó y selló el tridente de Poseidón. Su misión
les llevaba a sondar más allá de esa abertura, en su búsqueda de cualquier
indicio que explique el poderoso Cosmos que sintieron en ese preciso lugar.
La cámara tras el muro de la prisión daba a otra oquedad no mucho más
amplia, cuyo epicentro fue el punto donde Kanon extrajo del suelo aquel arma
divina sin que el debilitado sello de Atenea pudiese impedírselo, conduciéndole
en consecuencia al templo submarino del emperador de los océanos. Sin embargo,
lo único que quedaba en ese lugar era una laguna salina, ya era imposible
acceder a los dominios de Poseidón, después de que Atenea y sus cinco
caballeros más próximos los destruyesen tras derribar el Pilar Central que lo
sustentaba.
-Aquí no hay nada más, un callejón sin salida -razonó uno de ellos, en cuya
armadura destacaba un saliente redondeado similar a una aleta dorsal en la
espalda-. Quizás deberíamos volver al Santuario y dar parte de que quizás no
sea aquí.
-¿Es que el miedo maneja tu lengua ahora por ti? -espetó el que iba
siempre un paso por delante que el resto, lleno de seguridad y orgullo en cada
palabra y ademán que regalase-. No avergüences a tus camaradas, y más después
de que nos encomendaron esta importante misión.
-No les quedaba otra.
De nuevo un comentario secante pero sereno de la fémina del grupo. En esa
penumbra, las líneas y los contornos de la máscara que ofuscaba su rostro, el requisito
crucial de toda mujer que quisiera convertirse en caballero de Atenea, se
acentuaban para definir aún más ese falso rostro.
-¿A quiénes mandarían si no? -prosiguió con esa pregunta que ya de por sí
les dejaba bien clara la realidad. Sus compañeros masculinos parecían sentir la
rectitud de sus ojos bajo la máscara, armonizando con la calma que despedía su
voz-. Contando con el anciano caballero de Libra, sólo sobrevivieron seis
caballeros de oro, y salvo las señoras Shaina de Ofiuco y Marin del Águila,
todos los caballeros de plata activos de esta era perecieron antes de la Batalla de las Doce Casas.
Sólo quedamos los no demasiados de bronce que hemos adquirido nuestras
armaduras en los últimos años, y los diez más próximos a la señora Atenea están
ayudando a supervisar la guardia del Santuario o recuperándose de la batalla
contra Poseidón.
»No busco desalentaros
con mis palabras. Sabéis bien que la señora Atenea y los caballeros de oro
confían en nosotros, aunque seamos el rango más bajo de las ochenta y ocho
constelaciones. Pero no olvidéis la realidad: este tipo de misiones suelen
encargarse a caballeros de plata, o a grupos como nosotros supervisados por uno
de estos. Si tenemos un voto de confianza es por falta de efectivos ante todo, por
lo que debemos hacer mérito de ello y no caer en la arrogancia.
-Así que soy arrogante -espetó quien hasta ese momento tomaba el
liderazgo, aunque la misión era un trabajo de completo equipo. No erró mucho al
entrever esa insinuación diplomática-. Sí que sueltas tu lengua con facilidad
para dar lecciones, tú que a penas estás estrenando armadura, mientras que
nosotros alcanzamos nuestro rango cuando aún te veías en pleno entrenamiento.
-Bueno, que haya paz -atajó otro del grupo para quitarle hierro al asunto,
ubicándose entre ambos; a pesar de la seriedad de la misión, no parecía perder
una sonrisa afable y optimista que solían ser fáciles de contagiar, virtudes
que sacó más a relucir en ese instante de diferencias entre hermanos de armas.
En su brazal derecho destacaba un enorme ornato en forma de aguja-. Está claro
que es la ocasión de probar nuestra valía a la señora Atenea aunque seamos de
bronce, así que mejor cooperar como camaradas que somos e investigar este lugar
sin precipitarnos. ¿No os parece?
Tras unos segundos en los que la tensión parecía reacia a irse, el
caballero que siempre iba al frente les dio la espalda con un brío altanero, sin
salir de su mutismo entre rezongos cuando empezó a tantear la pared más
próxima. Mientras en la penumbra, el compañero que logró correr un tupido velo
guiñó un ojo con cortés descaro a la mujer caballero, quien parecía turbada
pero sutilmente agradada ante ese flirteo tan inusual por cierta norma no
escrita en las leyes del Santuario.
Era difícil no dejarse llevar por el buen juicio de aquel caballero pese
a su juventud, incluso sin ser consciente de ello; hasta entre los caballeros
de oro se atisbaba una franca y prometedora consideración hacia él. Aunque el
más bravucón de ellos llevase la voz cantante, a fin de cuentas era aquel más
prudente, sutil y modesto quien manejaba la mano que sostenía el bastón de
mando de aquel grupo, con la madera de un verdadero líder aunque no lo alardease
ni reclamase.
No se demoraron en iniciar la investigación en toda regla, aunque tampoco
había demasiado por rebuscar en esa cavidad insulsa y corriente. Nada parecía justificar
ese poderosísimo Cosmos, pero a medida que transcurría su estancia en esa cámara
—breve pero que les pareció
acariciar la infinita y tediosa eternidad—,
cada uno de ellos empezó a percibir con creciente notoriedad la reminiscencia
de algo que rebasaba su comprensión, que hacía estremecer cada átomo que componía
su ser... ¿Pero de donde procedía? ¿Qué cargante energía había conseguido dejar
una tenue pero axiomática impronta justo debajo de las ruinas del templo de
Poseidón sobre el Sunio?
-Aquí -pronunció tajante y lleno de convicción irrevocable el caballero
de la Brújula ,
cesando el tanteo de su diestra cuando su instinto despojó sus dudas. Su
expresión sosegada pareció quedarse en segundo plano, revistiéndose en su
semblante un rictus atípico en su actitud cotidiana; cada músculo de su cuerpo
se mantuvo en alerta, tomando más en serio la misión. Estaba convencido por
completo de que había algo tras la piedra que acariciaba con las yemas desnudas
de sus dedos, algo desconocido pero que le escamaba-. Acercaos y sentidlo... Un
Cosmos aletargado.
-Vayamos a comprobarlo.
Aquel más bravucón de ellos actuó con virulenta celeridad, sin darles la
opción de objetar. En un simple parpadeo, apartó al caballero responsable del
hallazgo y derribó un generoso retazo de la pared en cuestión con un único
puñetazo, sin hacer a penas esfuerzo real, liberando una ínfima e irrisoria
gota de su energía cósmica. Aunque el impacto fue concreto y domado, el
estruendo de la piedra pulverizada y la humareda de polvo consecuente
reverberaron en la caverna secreta hasta salir de la prisión del Sunio como un
lamento.
-Será posible -soltó con mohín un caballero, que en los laterales de su
casco mostraba detalles en forma de agallas de un pez. A pesar de su duro
entrenamiento no exento de dolor, sudor, lágrimas, sangre y heridas, parecía
innato en él su sentido de pulcritud, al empezar a sacudirse un poco del polvo
resultante mancillando su armadura de bronce del Pez Volador-. Está claro que
las sutilezas y la prudencia no son grandes virtudes que acoliten a Achernar de
Erídano.
-Los remilgos se los dejo para las “señoritas” -puntualizó el aludido con
socarronería, mirando de soslayo a la mujer caballero que les acompañaba,
flexionando el antebrazo derecho para mayor evidencia de su poderoso bíceps-. Sigamos,
que por fin se acabó el paseo de placer.
La fémina del grupo siguió a sus camaradas sin ocultar un suspiro tan
resignado como moderadamente hastiado que resonó con escaso decoro contra la
cara interna de su máscara. Cada caballero era un mundo, porque ante todo eran
personas, pero la mayoría de ellos compartió en ese instante algún gesto de condescendiente
suficiencia por la actitud demasiado arrojada de Achernar; él era tan orgulloso
y pagado de sí mismo por ser consciente, aún siendo un simple caballero de
bronce, que su Cosmos se encontraba dentro del nivel mínimo que se esperaba de
uno de plata.
Sin embargo, por muy orgullosos que estuvieran des sus energías cósmicas,
eran mortales. Y no tardarían en ser aún más conscientes de esa realidad cuando
se perdieron en el pasaje oculto que habían descubierto, que parecía devorarlos
a la incertidumbre de su larga penumbra.
Con cada paso cargado de prudencia y firmeza en su avance por ese nuevo y
velado camino, todo se les fue antojando más extraño todo aquello. El pasaje
que hallaron parecía descender de manera sutil pero notoria, a la par que la
irregular roca natural de la caverna se tornaba labrada por la mano del hombre
con perfecto pulido y alisado en paredes, techo y suelo; concebido para ser
sumamente solemne a pesar de la sobriedad pavorosa y vetusta implícita en cada
rincón. Quizás aquella galería fue tallado por devotos de Poseidón, al estar muy
presente su símbolo, la hoja triple de su arma predilecta, ornatos que parecían
despedir un brillo antinatural, casi etéreo, pero tan tenue que no hacía bajar
de perturbadora la belleza de ese pasillo que prometía llevarles a lo más
profundo del Sunio, por no decir a las mismas entrañas del Hades.
Pero la tensión que empezaba a soplarles tras sus nucas, así como el
hormigueo extraño recorriéndoles en sus adentros como un dedo malicioso
carcomiéndoles, no les torturaría por mucho más tiempo con la sensación que fue
embargándoles con turbación. ¿Qué era esa sensación que fueron percibiendo
mejor a cada paso? Les recordaba a cuando se encontraban cerca de Atenea, de su
Cosmos tan imperioso e infinito como cálido y placentero; pero lo que captaban ahora
era algo muy distinto, con una magnitud y naturaleza similares, pero tan frío,
tan opresor...
Y por fin alcanzaron la más recóndita profundidad de la galería oculta,
frente a un estanque cuyas aguas resplandecían con fulgor difuso, circundado
por columnas en sus cuatro esquinas, que en cada una de ellas se extendía una
cadena castigada por la herrumbre del paso del tiempo y la humedad salina... Lo
primero que pasó por la cabeza de los caballeros de bronce, sin ni siquiera
mediar palabra para refutar la telepatía de sus caviles, fue que aquel
recoveco, aquel rectángulo perfectamente labrado rebosante de mansas aguas
marinas, daba la impresión de ser un sepulcro. Las cuatro cadenas se
encontraban justo en el epicentro del estanque, enroscándose en torno a un
objeto firmemente suspendido en vertical, erguido como lápida sin nombre ni
epitafio: un tridente.
La elocuencia se evaporó en cada uno de los presentes, ante el
significado de esa arma que se conservaba perfecta en contraste con sus
ligaduras. ¿El tridente de Poseidón? Era imposible, por lo que sabían, el
divino objeto reposaba en las profundidades del inundado templo submarino de la
deidad, junto con el ánfora una vez más sellada donde reposaba su alma superior
e inmortal. Además, aquel objeto no parecía concebido para la mano de un dios
de su rango, demasiado liviana pero no menos majestuosa a la par que letal.
¿Qué significaría todo aquello?
Achernar tuvo el arrojo, sacando a su vez una prudencia inusitada en su
naturaleza, de aproximarse más al borde del estanque con parsimonia para desentrañar
mejor el punto donde más notoria era esa energía que turbó cada átomo de su
existencia. Palideció por momentos con cada retazo que le revelaba su vista,
mientras su mandíbula fue perdiendo firmeza, resaltando su expresión apagada
ante la antinatural luminiscencia emergiendo de las profundidades.
-Achernar, ¿qué ocurre?
Pero el caballero de la
Brújula , ya de por sí alerta por la inusual actitud de Erídano,
dirigió su vista a donde los de su compañero se fijaron con estupor. Su propio
rostro no se diferenció al del otro caballero de bronce al segundo posterior,
mientras los otros cuatro se alinearon a los costados de ambos para entender
qué era lo qué hallaron como un signo de fatalidad... Nadie se salvó de la
misma expresión, ni siquiera la que ofuscaba su rostro bajo una máscara.
En lo más hondo de esa escasa profundidad yacía el cuerpo de una mujer
vestida con una túnica entallada, sin mangas y con un generoso escote que
realzaba su esbelta figura. Sus largos cabellos ondeaban como algas en la
quietud del agua donde reposaba. La palidez de su piel tersa a pesar de su
lecho líquido, así como el sutil tono purpúreo de sus labios, acentuaban no sólo
su aspecto imponente, sino también su belleza... Salvo Atenea, no había persona
sobre la Tierra ,
ni tan siquiera el desaparecido caballero Piscis, con semejante virtud; que sin
embargo resultaba atroz para los que la encontraron. Ese rostro destilaba sosiego,
pero más allá de los párpados cerrados podían intuir una fuerza y una
frustración pretéritas, como si en realidad esa misteriosa mujer estuviese
ligada de una forma similar al arma suspendida justo encima de ella sobre el
agua.
Pero no era un cadáver, por más que lo aparentase, por más que estuviera
sumergida seguramente desde los anales tiempos mitológicos. Porque los seis
caballeros de bronce atendieron lo que no era menos que el quid de todas sus
cuestiones, lo que albergaba en lo más hondo de esa desconocida, algo retenido y
palpitante como un polluelo en su delicado cascarón... su Cosmos.
-Siento en ella las mismas vibraciones que estallaron antes... Una fuerza
que se sale de lo mortal, y eso explica porqué la prisión del cabo Sunio cayó.
-¿Pero quién es esta mujer? -la pregunta que el caballero del Pez Volador
parecía en gran parte para sí mismo que dirigida al de la Brújula , ante las dudas
trémulas que resonaban dentro de su mente-. ¿Por qué está aquí, en este lugar
que incluso la mismísima señora Atenea desconocía, que parece alzado por fieles
de Poseidón? Si posee un Cosmos tan grande como el de nuestra diosa, es que
esta mujer quizás sea...
-En un lugar como este -se adelantó raudo el caballero de Delfín, ávido
de expresar sus conjeturas en voz alta, aunque fuera poco dichoso de
pronunciarlas de estar en lo cierto-, dedicado además a Poseidón, y con ese
tridente ante nosotros... ¡Sólo puede tratarse de la diosa Anfítrite!
Cinco miradas saturadas de estupor se anclaron en ese caballero que se
mostraba tan convencido como aterrado de su propia afirmación. No pudieron
dudar lo más mínimo de su hipótesis, pues habían demasiadas evidencias, y precisamente
él era de los ochenta y ocho caballeros de Atenea el que estaba más
familiarizado con las leyendas marinas, y más de las protagonizadas por su
propia constelación protectora, desde el día en que recibió su armadura.
-Pero eso aún no explica que hace aquí la consorte de Poseidón, y en
semejante estado...
-Mirad ahí.
Esas dos únicas palabras alumbradas por los labios de Achernar sesgaron
las cavilaciones, alertando aún más a sus compañeros, quienes fijaron sus
miradas hacia donde él señalaba con el dedo índice. Había pasado desapercibido
ante todo lo que implicaba el final de ese incierto camino, un detalle
irrisorio pero aún así singular. Era un ajado pergamino escrito en griego
antiguo, una única palabra más bien difusa; aquello fue un titilante foco de serena
distensión para los caballeros.
-Seguramente la Atenea
de la era mitológica, o algunas de sus reencarnaciones, la selló aquí por algún
motivo, como hizo con Poseidón en el pasado.
No resultó en absoluto descabellada esa posibilidad. Tenían constancia de
que la deidad a la que entregaban tanta devoción había sellado a distintos
dioses para proteger a la raza humana, aunque fueran por unos cuantos siglos de
relativa paz antes de una nueva confrontación de magnitudes titánicas. Sin
embargo, había un rostro que no refulgía tanto optimismo como el resto.
-¿Qué andas reflexionando, Magnus?
El aludido fue arrastrado de su fuero interno, así como del foco de su
atención, con la voz del caballero femenino que se había aproximado a su lado.
Su voz era calmada, prudente y preocupada, como si hubiese intuido y
comprendido lo que él mascaba en su mente.
-Creo que nos equivocamos en parte, Epona.
-¿Pero que dices?- Achernar se interpuso, en todos los sentidos, entre
sus dos compañeros, alzando con indómito bravío la voz mientras palmeaba la
espalda del caballero de la
Brújula , quien esa despreocupación no parecía paliar su
seriedad-. No hay nada de qué preocuparse. Si la que está ahí en remojo es la
diosa Anfítrite, ahí se va a quedar mientras el sello de Atenea esté aquí.
Ahora podemos volver tranquilamente al Santuario a dar nuestro informe y
recibir los elogios merecidos.
-Pero es que estamos equivocados en dos puntos que nos hemos pasado por
alto, incluso después de vislumbrar el sello sobre el tridente de Anfítrite
-hizo una sutil pantalla con la mano entre él mismo y el caballero de Erídano
para frenar por el momento las nacientes objeciones porfiadas de la testarudez
innata su compañero-. En primer lugar, el sello se ve debilitado por los siglos
y podría romperse en cualquier momento, lo que explicaría que haya incendiado
su Cosmos por un instante la anterior vez, y que no sería más que el
advenimiento del fin de un sueño pretérito. Y lo segundo... mirad atentamente
la inscripción del pergamino.
Achernar, así como Epona y los demás, con la extrañeza y la vacilación en
sus ojos, contemplaron el ajado papiro sobre el ramal donde brotaban las tres
cuchillas del tridente. Fue entonces cuando la incomprensión anonadada les
fustigó hasta dejarlos desnudos de raciocinio, sin entender el porqué de todo
lo que implicaba esa escena una vez sondado ese detalle.
Desde esa distancia, todos dieron por hecho que estaba escrito Atenea en
griego antiguo, pero no fue así. Aún ya dañado y bastante ilegible por el paso
de los siglos, o quizás milenios, y con el poder impreso en él ya mortecino,
apurando sus últimas fuerzas, se podía leer...
Ποσειδῶν
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