Fueron objetivo de la práctica totalidad de las miradas de cuantos
viandantes desconocidos que se les cruzaba; muchas eran de sorpresa fugaz y
disimulada, otras mucho más descarados con expresiones boquiabiertas en sus
rostros, los había también que incluso se reían con malicia o desaprobadoras cargadas
de aversión. Pudieron haberlas evitado sin problemas yendo en coche, a pesar de
que la distancia a pie era relativamente corta desde donde vivían, pero
prefirieron dar un agradable paseo en mutua compañía; además, ya estaban más
que acostumbrados a tales reacciones y les traía bastante al fresco lo que
opinase el resto sobre ellos y su forma de vida.
Sus andares, su actitud y sus modales parecían poseer, al igual que las
galas elegidas para la ocasión, una peculiar y sobria elegancia poco estilada en
estos tiempos modernos en los que se mueve la mayoría de la gente. El cada vez
más cercano crepúsculo extendía sus propias sombras y los agonizantes rayos del
sol conferían un brillo dorado a sus figuras vestidas de oscuros colores.
Ella era la que más destacaba, no sólo por su aspecto, sino por la bella
gracia de su figura que rayaba la majestuosidad intrínseca, maximizada por su
aspecto comparable al de una princesa gótica. Su torso estaba sensualmente oprimido
por un corsé negro con detalles de oscuro e intenso azul ultramar y decorado
con pequeños encajes, dejando al descubierto clavícula, hombros, omoplatos y
brazos; su falda, muy abierta y voluminosa, brotaba de sus caderas en numerosas
y armoniosas capas de seda, tul y satén —en
idénticas tonalidades a las de parte superior del conjunto— que ondeaban casi barriendo el
pavimento, con la elegancia que le transmitían las largas piernas que
ocultaban; cada pisada de los oscuros tacones parecían seguir la acompasada
regularidad de un metrónomo, en cada paso se distinguía suavidad y fuerza,
elegancia y seguridad. Su lisa cabellera expuesta al viento era un velo negro y
brillante cual obsidiana que le cubría casi toda la espalda. Sus ojos del color
del café americano estaban guarecidos por párpados provistos de largas y finas pestañas,
su piel clara pero sin ser nívea era tersa.
-Si no fueras tan hermosa, dudo que nos echasen el ojo más allá de los
motivos evidentes.
Ella orientó su mirada hacia el hombre que le habló con voz sosegada, de
cuyo galante brazo estaba agarrada. Nunca estaba segura de si él la halagaba
con objetividad, pero la opinión real era irrisoria en comparación con sentirse
la más bella sólo para él; ya que ella misma compartía tal criterio hacia él. A
pesar de que se conocieron y empezaron a salir cerca de dos años atrás y de
llevar a las espaldas uno entero de convivencia, aún palpitaba el ímpetu de ese
comienzo bajo la sobriedad que muchos veían en ella a la hora de demostrar su
afecto; siempre defendía a capa y a espada en su fuero interno que ser
empalagosos constantemente, en especial en público, no era la base de una
relación, y mucho menos eso la hacía mejor o peor.
Le acarició con la mano libre el brazo que la guiaba, teniendo cuidado de
que no se le cayese el más decorativo que funcional chal de oscuros y delicados
encajes.
-No quiero pecar de vanidad, pero me encanta que sigas diciéndome esas
cosas que normalmente los hombres dejáis de esmeraros una vez conquistado el
Monte de Venus.
Su voz calmada y nítida, con un temple muy similar al de su acompañante,
parecía desprovista de banalidad a pesar de la calidez que le mandaba junto a
una mirada intensa que le decía a él bastante. Era lo suficiente objetiva como
para reconocer que aquel que rozaba el cuarto de siglo de vida —aventajándola un lustro mal contado— no destacaba de manera especial en
los cánones de belleza impuestos, pero para ella no bajaba de irresistible. Y
más se quedaba sin hálito cuando él se engalanaba como en aquel día.
En esa tarde crepuscular parecía todo un caballero de la Inglaterra Victoriana ,
aunque el traje estaba ligeramente adaptado a la moda contemporánea pero sin
perder la esencia del siglo XIX. El negro de pantalones, zapatos, chaleco y
levita armonizaban con los intensos tonos púrpura tanto de la camisa como del
cravat que guarnecía el cuello de la misma. Y como siempre, su barba estaba
impecable, perfectamente igualada tanto a bigote y mentón unidos a sendos lados
de la boca, desembocando por la parte más inferior de sus mandíbulas cual
esculpidos rodapiés bajo las paredes que eran sus mejillas afeitadas. La
palidez de su piel resaltaba mucho con los colores de sus ropas, así como por
las ojeras que sombreaban bajo sus ojos, las cuales estaban bañadas por un
sutil toque de maquillaje tal como suelen hacer otros góticos como él para
acentuar más esa palidez. A distancias cortas uno sabría que su cabello, ese
día recogido en una coleta no muy larga, estaba teñido de negro por la sutil
diferencia con el verdadero castaño oscuro de las cejas y la barba.
-La mayoría desconoce que el amor, el auténtico, es una guerra que carece
de final o tregua -añadió él con una sonrisa orgullosa-. Sabes bien que lo
difícil e importante no es hallarlo y ser correspondido, sino conservarlo y
batallar en el día a día para cuidarlo, mi amada Beatriz.
-Eso lo sé bien, Mario -contestó con una altivez mucho más creíble de lo
que en verdad era, mientras apoyaba un instante su cabeza contra el hombro de
él sin reducir el ritmo de su paseo-. Tú eres un claro ejemplo de que no todos
sois bestias de piara. Te calé bastante cuando nos conocimos.
-Al final te resulté demasiado cristalino tras tanta negrura.
Sus labios de dilataron sutilmente en una sonrisa. La vida de ambos había
sufrido diversos cambios en ese tiempo —en
su inmensa mayoría para mejor—
y les resultaba nefasto concebir una vida en la que no estuviese el otro para
complementarla.
-Al final llegaremos con tiempo más que sobrado -comentó Mario un par de
minutos más tarde tras comprobar la hora en el reloj de bolsillo de corte
clásico que llevaba en uno de su levita, sin desprenderse del agarre de su
pareja en su brazo-. Tomémoslo con más calma.
Tras responderle con un silencioso asentimiento, el semblante de Beatriz se
tornó súbitamente más pálido cuando el reloj de bolsillo se escurrió de la mano
de Mario; ella tuvo presura a la hora de cogerlo al vuelo con la mano libre,
aún sabiendo que ni siquiera tocaría el suelo gracias a la cadena que lo
anclaba al bolsillo. Pero su mayor preocupación, a pesar del temple mostrado en
su rostro, fue la mano que había portaba el objeto un segundo antes.
Beatriz la retuvo con impertérrita firmeza en su siniestra. Los dedos de
Mario tamborilearon como el aleteo de un colibrí contra el dorso de su mano,
guarnecida por un mitón de encaje negro al igual que la diestra. Apretó con
fuerza mientras los dedos de su pareja se detenían paulatinamente. Ambos
suspiraron con parquedad para exhalar el aire que contuvieron durante ese
lapso, mientras las manos aún entrelazadas se acariciaban con reciprocidad.
Perduraron inmóviles donde se habían detenido, al amparo de la oportuna sombra
de los edificios colindantes, en la cual los zafiros que lucía Beatriz en sus alhajas
perdieron todo su brillo, del mismo modo que se intensificaron los oscurísimos
índigos que tintaban sus labios y uñas hasta difuminarse en la negrura que les
envolvían. No reprimieron el deseo de besarse unos segundos bajo ese tenebroso
amparo que les protegía de cualquier mirada. Bajo sus bocas aparentemente
estáticas, sus lenguas guerrearon en un breve pulso mientras ella acariciaba el
semblante de su compañero sentimental, jugueteando con el dedo corazón el único
pendiente que se había dejado puesto en una de sus orejas y que estaba muy fuera
de lugar en su pinta de galán; un aro finísimo del cual colgaba un adorno un
tanto ostentoso a la par que simple con la forma de un triángulo boca abajo.
-Mario... -dijo Beatriz con voz un tanto temblona, viéndose obligada a
carraspear para recobrar la nitidez y la firmeza habituales de su timbre-. ¿No
te arrepientes de tu elección?
-En absoluto -atajó en un susurro lúgubre pero tierno-. Y nunca hallarás
vacilación en mí.
-Sé que nada ni nadie te hará bajar del burro, y eso me hace egoístamente
feliz. Pero creo bastante factible la existencia de otro negro más acorde contigo.
-Pequeña mía, no busco un negro por su intensidad, sino por lo que me
transmite -sentenció acariciándole una de sus mejillas-. El que elegí
complementa al mío en todos los niveles y me hace realmente feliz, y no
necesito otro ni más ni menos oscuro. No lo olvides nunca, Bea....
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